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Los trastornos de la personalidad en la vida adulta han sido
reconocidos como causantes de un impacto profundo y generalizado en el
individuo, en la familia y en la sociedad (Rueggy Frances, 1995). La
investigación epidemiológica también indica una alta incidencia de los
trastornos de personalidad entre los 9 a 19 años de edad (Bernstcin et al.,
1993); sin embargo, el desarrollo de estos trastornos en la gente joven no ha recibido
la atención que merece.
Históricamente los trastornos de la personalidad han
recibido menor atención por parte de clínicos e investigadores que otros
trastornos psiquiátricos como la depresión y la esquizofrenia. Sin embargo,
existe una proporción considerable de adultos un rango estimado tan elevado
como de 10 a 11 % de la población estadounidense (Wcissman, 1993), 50% de los
cuales reciben tratamiento psicoterapéutico (Merikangas y Weissman, 1986) que
padecen alteraciones atribuibles a uno o más trastornos de la personalidad.
Este padecimiento es persistente y difícil de remediar, y cuando se encuentra
aunado a otro trastorno psiquiátrico, casi ningún aspecto humano a nivel
individual, familiar o social queda intacto.
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